
Por Lenin Lozano y Jhonny Pacheco
En un país en el que los rezagos del Conflicto Armado Interno siguen generando controversias de variada índole[1], no solo en la política, sino también en relación con el arte que alude a esa época llena de terror, una película como La casa rosada, de Palito Ortega Matute, puede causar justamente reacciones antagónicas[2], sobre todo porque la película introduce a modo de cintilla, que condiciona la mirada del espectador, la frase “basada en acontecimientos reales». Lo que en un principio aparece como una clara imposibilidad de diferenciación entre los dos fuegos, Sendero Luminoso y el Estado Peruano, o lo que en otros países se erigió bajo el relato de la “teoría de los dos demonios”, paulatinamente redirige su foco hacia una postura maniquea entre el bien y el mal que deja en claro el tipo de memoria que quiere transmitir el director.
Adrián Mendoza (José Luis Adrianzén) es un profesor de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga de Ayacucho en plena época de enfrentamientos entre fuerzas senderistas y el Ejército peruano. Intenta proseguir su vida con la normalidad posible en medio de este escenario, sobre todo para que sus pequeños hijos no queden desvalidos, pero acaba detenido por un malentendido. De esta manera, la película empieza a relatar sus peripecias y su capacidad casi sobrehumana para resistir todo tipo de torturas, mientras que los niños mantienen la esperanza de que él regrese a casa.
Definitivamente, el film cumple el objetivo testimonial[3], propio de una poética realista, de trasladarnos al escenario principal del conflicto en el que la población vive a expensas de lo que determinen los agentes de la violencia. Se deja en claro que no hay escapatoria para determinados tipos sociales alejados del sujeto hegemónico criollo, como el profesor, el provinciano, el artesano, etc. Asimismo, la calidad de las imágenes transmite de modo verosímil el ambiente de los años ochenta, mientras que el sonido acentúa a veces de modo innecesario la tensión y el peligro que acecha al protagonista. A ello se suma la caricaturización de los militares que le resta complejidad a la trama, porque la película se construye sobre dualismos que pueden ser resumidos en la interesante escena entre Adrián y el alto mando de los militares, cuyos diálogos aluden explícitamente a la dicotomía “construcción/destrucción” de la patria. Sin embargo, la intención de la obra es revelar las falacias de los militares, falsos constructores de la patria, porque acaban siendo tan ciegos como los senderistas al creer que el aniquilamiento o la “cuota de sangre” garantizarán el bienestar de los peruanos en el futuro. Pero detrás de esto, en realidad se pone en duda si realmente hay posibilidad de dicha “construcción”, como si se tratara del eterno retorno de la pregunta clave que ha dirigido el destino del Perú: cómo construir la(s) nación(es).
Si los militares son máquinas de guerra, con nula empatía y delirios sádicos, y consumidores de droga; si la población civil es solo víctima, como Adrián, o sus indefensos hijos, ¿existe alguna esperanza, es posible un destino diferente para Ayacucho y el Perú? La película insiste en la dificultad para huir de la violencia a través de las muchas veces que el protagonista escapa y vuelve a ser capturado, pero nos ofrece algunas respuestas también a partir de los lazos filiales, como si en un entorno donde las instituciones han fracasado y se han dejado arrastrar por la vorágine de la violencia, solo fuera posible la emergencia de la voluntad humana para reconocerse en su otro más cercano, pero entiéndase bien, este otro es finalmente un familiar. Solo así el “enemigo” puede dejar de lado su faceta pública y ceder ante lo privado. Entonces, la película nos sugiere que ante el caos, la ansiada esperanza reside en el ámbito familiar.
Pese a las deficiencias que pueda mostrar el film en su realización estética, la producción de Ortega Matute bordea las comisuras de una ficción-testimonial sobre los sucesos sangrientos de la guerra interna. No obstante, pese a que el director manifestó que lo narrado en el celuloide aconteció, para nosotros prima el aspecto ficcional. Así, los temas comprendidos pueden someterse a un análisis stricto sensu sin caer en cualquier prejuicio desfasado de que las películas son “reflejos / espejos de la realidad”, sino por el contrario “una refracción” de su referente.
Desde esta posición, denotamos en la trama de La casa rosada un contexto en constante cambio, un renacer de la tierra, que ingenuamente muchos podrían asociarlo con el “mundo al revés” bajtiniano, pues aducen que los militares cumplen la función de los adversarios a la que intentan aniquilar: causar terror. Lo que encontramos aquí, ciertamente, es un territorio en constante fluctuación entre el bien y el mal, donde el pachakuti se está implantando desde un punto de vista de renovación sangrienta, el pensamiento Gonzalo, por ello, se observa el dinamismo, la destrucción en pleno. El espectador no se encuentra con la tierra labrada, sino en el labrar mismo. Así, los pobladores devienen en terroristas, los militares cuidadores del orden se transforman en agentes del caos, los senderistas se humanizan y abandonan, en algunos casos, su ideología perversa, etc. Lo mismo sucede con los espacios: el cementerio, donde solo hay una armonía perecedera, deviene en un campo de vida y aniquilamiento; el hogar protegido por la autoridad del padre, se convierte en un espiral de tortura hacia este mismo y totalmente ajado sin valor alguno; las calles, como la plaza, por donde las personas transitan, ahora se muestran reconvertidos en escenarios violentos donde la muerte se ha naturalizado, ya que estos lugares se han resignificado en panteones. De este modo, comprendemos las imágenes impactantes, así la imperfección de la fotografía, la cámara en mano, pues nos situamos en la ola del devenir, en la misma gesta de la creación, no de lo creado.
Otro aspecto a destacar es la ausencia de la madre. La progenitora está muerta, asesinada por la violencia generalizada. Por ello, lo que nos muestra la cinta es el tránsito de sobrevivir al desamparo de la imagen maternal, pues aquí no hay hogar. Esta aura in absentia comienza irradiar sus consecuencias in crescendo desde la casa, donde ya no hay luz ni orden ni protección, pasando por la ciudad misma de Ayacucho, en el que solo hay oscuridad, caos y deshumanización (hornos incinerando cadáveres), hasta la periferia, que muestra terror con el sonido de las bombas y balas, pero que avizora una esperanza en ese paisaje grisáceo e impío (el sinchi que libera a su hermano Adrián, el catedrático). Empero, la no-presencia de ella se manifiesta como una erupción que intenta presentificarse con el objetivo de que no la olviden, ya que su halo aún protege a la familia en medio del infierno. Esto lo notamos cuando el protagonista con sus hijos se encuentran en la tumba de la madre, el militar que los interroga y acusa de terrorista al padre lo deja ir por una extraña razón; los niños a la intemperie del barbarismo son protegidos por una tía, una segunda madre, luego por un taxista y, por último, por el padre a su regreso de la barbarie; y en cada captura de Adrián por parte de las FFAA, puesto que aquel siempre pronuncia el asesinato de su esposa como un estigma del sufrimiento ya vivido, por lo que es liberado e incluso “resucitado” de entre las cenizas. El desplazamiento mortal y vivencial que expele el semblante maternal, además del caos in actum, nos explica el trasvase “forzado” de un escenario a otro, verbigracia: tortura de Adrián una habitación, después puesto en una sala en el que come y es interrogado por los militares; el rescate del padre de una fosa a la intemperie y llevado luego a una sala donde se celebra la Navidad en una casa sin atisbo de violencia terrorista; etc. Por lo tanto, el aura de lo materno se muestra como el ignis fatuus que envuelve la ciudad de Ayacucho como una nostalgia imperecedera, pues la carne en putrefacción, que es su combustible, nos recuerda la inmundicia generada por este accionar absurdo de perversidad y odio.
Por último, la escena inicial con el que comienza el film, Adrián detenido sin mayor explicación por lo policías cuando él se encontraba con sus hijos, nos indica e invita a una realidad absurda. Por supuesto, esto nos trae reminiscencia del expresionismo, de escenas kafkianas tales como El proceso, sobre todo, y La metamorfosis. Por ello, ¿hay que buscarle lógica a aquellas imágenes de La casa rosada que nos rememoran a Auschwitz con la cremación de las víctimas?, ¿es necesario encontrar una secuencialidad al contraste de escenarios ya descritos?, ¿se vuelve obligatorio explicar el encuentro, casi al final, de dos hermanos puestos en ambos bandos, un militar y un inculpado? Creemos que no, dado que la ideología terrorista, como también la muerte de la madre, no tiene sentido ni lógica, pues son acontecimientos que han trastocado cualquier racionalidad. La angustia y el terror expuesto por el miedo psicológico, además de las locaciones que parecen artificiales, son elementos colindantes, sine qua non, de ese expresionismo que no solo han resquebrajado, sino distorsionado y destruido, cualquier entendimiento. Ejemplo de ello se visualiza desde el patrullero que apresa al progenitor hasta la corrida, algo ridícula, del mismo que intenta subir al ómnibus. Por lo dicho, se le tiene que enjuiciar desde una mira absurda y no de una coherencia tradicional, pues recordemos que nos hallamos en un pachakuti, donde lo impensado, por su constante cambio, se vuelve concreción y significado, en la que el espectador debe “entenderse” con lo trama expuesta, y no que esta se adapte a sus lineamientos de pensamiento oficial.

Apostilla[4]:
Siguiendo la lectura del predominio de lo irracional, cabe preguntarse si la película nos insta a entender la realidad (fuera de la ficción) desde ese mismo horizonte. Pero de ser así, al mismo tiempo, nos sugiere que no hay camino hacia la reconciliación anhelada, si asumimos que ese es el objetivo ideal al que apunta todo país postconflicto. Esto de ningún modo desmerece el tono de denuncia y el valor de la memoria que expone el film a través del relato que va reconstruyendo su protagonista en su máquina de escribir, pero como señalamos previamente, ello limita la capacidad del arte para traspasar las imágenes estereotípicas. Quiérase o no, la película alimenta la imagen de la heroicidad asociada al protagonista (siguiendo la tesis de Agüero[5]), del cual curiosamente nunca queda claro si realmente tuvo algún vínculo con Sendero Luminoso o no, mientras que el rol simbólico de los militares, y del Ejército, en el presente acaba diluyéndose junto con las cenizas y los cadáveres de los prisioneros arrojados a los crematorios humanos.
[1] En los últimos tiempos, una serie de hechos han vuelto a darle cierta relevancia al rol de las memorias sobre el Conflicto Armado en el presente político del Perú, desde el indulto político a Alberto Fujimori (véase https://relampagosenlosojos.wordpress.com/2017/12/30/no-es-odio-la-memoria-es-justicia-y-politica/), pasando por las falsas acusaciones al Lugar de la Memoria (LUM) y al museo de ANFASEP, hasta la reciente resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el cuestionado indulto.
[2] El caso más mediático fue el de la actriz Karina Calmet instigando al público a no ver la cinta, porque aparentemente esta cometería “apología al terrorismo”. De hecho, esta acusación se ha vuelto recurrente ante cualquier producción que atente contra la versión “oficial” del pasado instaurado por los sectores ligados al grupo político fujimorista. Asimismo, el hecho de que la pretensión de Calmet haya generado el efecto contrario, pues la película se ha mantenido en cartelera por muchas semanas y con salas llenas, demuestra el interés de cierta parte del público por defender o atacar el film según las afinidades de cada espectador. No cabe duda de que se trata de memorias antagónicas que aparecen a partir de su detonante: la obra de arte.
[3] Asumimos como la mayoría de reseñas de la película, que la obra es en efecto, una ficción, y por tanto se somete al análisis propio de todo discurso artístico. Aunque no se trata de un testimonio propiamente, reconocemos que puede otorgársele ese efecto y valor fuera de la ficción, pero incluso si solo fuera un testimonio (o documental), esto no exime a la obra de ser cuestionada desde sus propios mecanismos de construcción. Discrepamos, por ello, con la crítica de Hibbett (https://disonancia.pe/2018/05/19/la-verdad-de-la-casa-rosada/), quien asume que La casa rosada es un testimonio, y que como tal, nos debe (con)mover a la empatía por la “verdad” que ofrece. Si bien la crítica menciona a Beverley para entender la lógica del testimonio, también véase Sarlo (Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo) para comprender por qué los testimonios deben ser sometidos a crítica e interpretación, y no solo dejar paso a la proliferación de “verdades”.
[4] Esta pequeña reflexión final se ubica en un lugar aparte porque está influenciada por la lectura de Persona, de José Carlos Agüero. En efecto, la expectación de la película tuvo un viraje luego de leer el texto del historiador peruano.
[5] Véase la sección “Épica” de Persona, donde Agüero cuestiona el reduccionismo en el que se cae cuando trazamos una narrativa de héroes, así como la idealización de las víctimas. ¿Quién es ese héroe con el que el espectador finalmente debería identificarse, según lo que propone La casa rosada? y de modo inevitable, ¿quién es entonces, el último enemigo?